El barquero, un hombre misterioso de pocas palabras y mirada profunda, había navegado por las aguas del mundo durante toda su vida. Se decía que conocía secretos antiguos, aquellos que sólo los viajeros más osados se atrevían a susurrar. En una noche sin luna, mientras cruzaba un río silencioso en las montañas del Himalaya, su barca chocó suavemente contra lo que parecía ser una roca oculta. Pero al acercarse, se dio cuenta de que no era una simple piedra.
Era una entrada.
Había escuchado las leyendas sobre Agartha, una civilización subterránea oculta a los ojos del mundo moderno. Algunos decían que era un reino de sabiduría ancestral, donde el tiempo fluía de manera diferente y la ciencia y la espiritualidad estaban perfectamente equilibradas. Otros hablaban de Lemuria, una tierra mítica perdida en el océano hace milenios, cuyos sobrevivientes encontraron refugio bajo la tierra. Pero hasta ese momento, el barquero nunca había imaginado que tales cuentos fueran más que meras fábulas.
Con cautela, el barquero atracó su barca y descendió. Frente a él, un portal tallado en la roca emitía un brillo tenue, como si esperara su llegada. Las inscripciones en la piedra estaban escritas en una lengua antigua que no conocía, pero de alguna manera, las entendía. Le hablaban de un viaje hacia el interior de la Tierra, a un lugar donde el sol no brillaba pero la vida florecía en formas que él nunca podría haber imaginado.
Con una mezcla de temor y fascinación, el barquero cruzó el umbral. Al principio, todo estaba en penumbra, pero a medida que avanzaba, las paredes del túnel se iluminaban con una luz suave y cálida. El aire era fresco, puro, y sus pasos resonaban como si el espacio alrededor de él fuera inmenso. Pronto llegó a una caverna de proporciones colosales, donde lo esperaba una ciudad de cristal y oro, extendiéndose hasta donde su vista alcanzaba.
Las torres de Agartha se alzaban majestuosas, conectadas por puentes que parecían flotar en el aire. No había rastro de las miserias del mundo exterior, ni ruido, ni caos. Todo estaba en perfecta armonía. En el centro de la ciudad, un árbol gigantesco, cuyos frutos brillaban como estrellas, proyectaba su sombra sobre el paisaje.
Los habitantes de Agartha lo recibieron con serenidad, sin asombro ni desconfianza. Sabían que algún día alguien como él llegaría. Eran seres altos y esbeltos, con ojos que reflejaban una sabiduría insondable. Uno de ellos, el líder, se acercó al barquero y le habló con una voz que parecía resonar en su mente más que en sus oídos.
—Has encontrado la entrada, porque el mundo exterior está al borde de un cambio —dijo el líder—. Los secretos que aquí se guardan han permanecido ocultos durante milenios, pero el tiempo ha llegado para que regresen a la superficie.
El barquero, todavía sin palabras, escuchó mientras le explicaban que Agartha y Lemuria eran realidades entrelazadas. Ambas civilizaciones, aunque físicamente separadas, compartían un mismo origen. Los lemurianos, tras la catástrofe que hundió su continente, buscaron refugio en las profundidades, y fue allí donde encontraron a los agarthianos, una civilización que había florecido en el interior de la Tierra mucho antes de que los seres humanos caminaran sobre la superficie.
Lo que los habitantes de Agartha le ofrecían no era sólo un refugio, sino conocimiento. Conocimiento sobre el poder de la naturaleza, sobre el equilibrio entre el hombre y el cosmos, y sobre cómo el mundo exterior estaba destinado a enfrentar su propio fin si no aprendía de sus errores. El barquero entendió que su misión era más grande de lo que jamás había imaginado.
Después de lo que parecieron días, aunque el tiempo en Agartha no seguía las mismas reglas, el barquero supo que era el momento de regresar. Se le entregó un símbolo, una piedra luminosa que contenía la sabiduría de Agartha y Lemuria, con la esperanza de que, al regresar al mundo exterior, pudiera guiar a la humanidad hacia un nuevo despertar.
Cuando el barquero volvió a la superficie, la entrada había desaparecido, como si nunca hubiera existido. Pero él sabía la verdad. Sabía que bajo sus pies, en las profundidades de la Tierra, había una civilización esperando el momento en que la humanidad estuviera lista para escuchar su llamado.
Y él, el barquero, sería el mensajero de esa verdad oculta.